¿Qué es tener buena presencia?

«Se solicita vendedora con experiencia y buena presencia» reza un cartelito dispuesto habitualmente en las vidrieras de los establecimientos comerciales. Pese a que algunos negocios son menos exigentes y descartan el requisito de la experiencia, en lo que sí son inflexibles, como si de ello dependiera la rentabilidad del negocio, es en la cláusula de la buena presencia.
El asunto plantea un enigma: ¿qué es exactamente tener buena presencia?, ese trámite que por estos días disfruta de mayor impacto curricular que saber inglés o mecanografiar 60 palabras por minuto. Porque a alguien feo los compañeritos de kindergarten se encargan de hacerle saber, con lujo de saña, su deslucida condición; mientras que a una persona decididamente hermosa le basta la fila de Romeos bajo el balcón más las ofertas provenientes del mundo del modelaje para advertir el excelente estado de su envoltura.

¿Qué es la buena presencia? Nadie sabe

Pero… ¿cuáles atributos —o ausencia de ellos— definen la buena presencia? ¿Será quien se haga regularmente la manicura? ¿No llevar un chicle pegado del tacón? ¿Tal vez no participar del mismo perfil de Danny Trejo ya da la bienvenida al rubro? O, si interpretamos la expresión literalmente, ¿será la gente que es buena y hace acto de presencia?
Sospecho que la buena presencia es algo así como la clase media del aspecto físico, un halago relativo, balancearse sobre la cuerda floja de la apariencia. Una señorita quedará muy desorientada si su pretendiente procura elogiarla utilizando el dudoso piropo de «Mami, tienes buena presencia». Y hasta en boca de ese manantial de eufemismos y disimulos que es toda madre, decir que a su hija le sobra buena presencia suena a algo así como «Mi amor, puedes estar agradecida por como luces… ¡pero ni se te ocurra ir a plantarte ante Osmel!». Ni muy muy, ni tan tan.
Para salir de dudas, pasé media mañana frente a una tienda de ropa femenina que mostraba dicho cartel en el aparador, con el propósito de examinar a las postulantes que reclamaran el empleo derrochando buena presencia hasta por los codos. Fue una experiencia iluminadora.
Una chica dudó antes de entrar. Inmóvil frente a la vidriera, la aspirante simulaba contemplar la mercancía allí exhibida, pero era obvio que su mirada no cruzaba el escaparate sino que permanecía detenida en la superficie del cristal, sobre el eco de su silueta que arrojaba aquel improvisado espejo. Se le veía medir cada uno de sus rasgos, la caída del cabello, su relación peso-altura y quizá hasta la firmeza de su busto, en el intento por precisar si el conjunto respondía a los imperativos estéticos del establecimiento.
Otras (más por osadas que por cumplir con la condición exigida) entraban con aplomo, llevando bajo el brazo una carpeta de manila con las copias de los documentos personales. Entre las competidoras de aquel inesperado certamen brilló una chica hermosísima, coronada con un atractivo muy superior al del resto de las concursantes. «El puesto es de esta», aposté.
Salió a los pocos minutos, visiblemente contrariada.
Los dueños de las boutiques conocen su negocio, saben que para la buena presencia de algunas clientas que se prueban una prenda, resulta devastador compartir el espejo con una diosa.

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Cástor E. Carmona

Periodista egresado de la Universidad del Zulia (LUZ) y comunicador visual. Diplomado en Marketing de Empresas por la Universidad Central de Venezuela. Gerente de Escarpia Producciones y creador de miinfoproducto.com. Autor de los libros La risa se desnuda, Crónicas de lo crónico, El Manual de la Malicia.